Siempre lo he sabido. Lo supe casi desde el principio, si es que alguna vez esto tuvo un principio "consciente", y probablemente a su vez es todo tan lejano que dudo con exactitud cuándo pudo suceder, a pesar de que en la mayoría de las ocasiones, creedme, tengo una memoria prodigiosa. Pero la vida son experiencias y al crecer ellas contigo y tú con ellas, para una mente aún tierna es más lógico achacar cada sentimiento a una razón y no a una persona. La vida te lo explica así y la gente a su vez lo corrobora; pero es cierto que uno realmente no es capaz de analizar más que a su propia persona.
He crecido (y aún lo hago) en una familia con unas normas muy básicas, pero estrictas (y ahora aseguraría también que, sobretodo obtusas) sobre lo que está bien y está mal. De los cero a los dieciséis años, tus obligaciones son únicamente dos: estudiar y hacer caso a tus padres. Afortunadamente lo primero siempre se me dio bien. En mi vida, y no estoy demasiado orgullosa de ello, he estudiado. Nunca. Me bastaba simplemente con ir a clase y escuchar la explicación una sola vez en clase. Pongamos un ejemplo práctico en, por ejemplo, el mundo de las matemáticas. Cuando te enseñan a sumar dos más dos, también te enseñan a sumar tres más uno o cuatro más dos; pero para mí era suficiente con extrapolar la primera lección, el dos más dos, a todo lo demás. La dificultad iba subiendo curso tan curso, pero realmente ya digo, nunca me he puesto delante de un libro a aprenderme una lección de memoria o a ensuciar un papel de mina y goma hasta que por fin salía el resultado del problema. Era sencillo y con mis buenas notas, a mis padres les tenía cubiertos en ese aspecto.
Por otra parte, el hacer caso a mis padres simplemente salía solo. Eran mayores y los mayores tenía la razón, punto, eso no se rebate. Sabías que si decías una palabrota, te podías ganar un cachete o, como mínimo, un enfado de tus familiares, por lo tanto, no lo decías. Aunque no fueras demasiado inteligente, también podías deducir que si tu idea era darle un puñetazo a una tele, una patada al frigorífico o romper tus gafas (esas que antiguamente es cierto, eran realmente caras), te ibas a ganar un castigo y, por tanto, no lo hacías. Y la verdad, tampoco costaba tanto cumplir con estas directrices. Si sumamos a todo esto que tus padres siempre tenían una respuesta a tus dudas existenciales (como por ejemplo por qué llueve, por qué no puedes tener una bici o problemas infantiles de este calibre), tus padres sencillamente eran pseudo dioses.
Pero la vida nunca deja de darte años. Y tampoco problemas. Y cuando atisbé mis primeros problemas que creía serios, no encontré una respuesta por parte de nadie, ni siquiera de mí misma. No entendía por qué era obligatorio hacer amigos, relacionarme y no ser tímida, cuando yo estaba mejor dibujando y no montando un guión de falsa actriz. No entendía por qué había que ir al colegio, si me sentía mal y me aburría. No entendía porque esa necesidad de conservar a unas amigas con las que hacía mucho tiempo que no me sentía identificada y con las que ni siquiera salía. Amigas que compartían amigas cuyas ideas propias quizá de la edad, te animaban a emprender situaciones tan curiosas como robar una pinza del pelo por diversión o fumar porros porque hay que experimentar. Y yo experimenté la negación. El no quiero. Pero no era una moda, ni era una edad, era una personalidad que, 16 años después sigue ahí. De hecho hoy en día aún sigo sin entender muchas cosas que quizá para los demás son de lo más lógicas. Y a pesar de haber dicho no desde un principio a lo que creía que me podía perjudicar, la decisión no fue aceptada por nadie. Esas amigas desaparecieron aún más de lo que ya estaban hasta ese momento y esa misma nube llegó a la vida familiar, desde antes de mi nacimiento, ya desestructurada. A medida que las normas crecían, la ansiedad hacía su equivalencia. Hay que salir, hay que ir al cine, hay que tener novio, hay que hacer una carrera (ya no bastaba estudiar), hay que conducir, hay que charlar, hay que reír... Siempre. Aunque también sea por obligación. Los demás lo hacen. Ante el qué dirán, la respuesta de muchos es la imposición...
Y del shock emocional, pasamos también al físico. Shock anafiláctico, crónica de un susto anunciado. La fresas, los kiwis y los melocotones me provocan urticaria, la sandía y el melón me hinchan la garganta... Yo creo que soy alérgica. De hecho estoy convencida de que soy alérgica.
Disculpad mi ignorancia, pero hasta aquel momento mi básica mente pensaba que querer ser como otra persona venía a implicar el recolectar cosas buenas. Ya digo, yo también fui siempre una colección de "cosas" y personalidades. Era experta, creo que más o menos sabía elegir.
Casi me muero, pero ese fue uno de los clicks que hizo que por primera vez alguien se diese cuenta de que había dejado de ser una niña y de que quizá esa niña podía empezar a razonar con algo de conocimiento. Por encima de una alergóloga que nunca creyó mi alergia (vamos a decir mejor que no tenía conocimientos suficientes para abarcarla de la forma correcta) mi madre lo vio. Y aunque el apoyo creció, quizá porque por fin un síntoma físico de alguna de las evidencias había aparecido, a partir de ese momento noté que, el auto diagnóstico estaba feo, y no por falta de razón, sino de nuevo por el qué dirán.
La vida seguía y todos seguíamos montados en ella. El cambio de estilo de vida, la música, los amigos de la nueva era (internet) se empezaban a establecer en ella. Y volví a advertir que la mejor versión de ti es la que quieren los demás que seas y que no está bien salirse de las normas establecidas. Todos nos hacemos fotos. Muchas fotos. Fotos diarias. Las colgamos en internet. Por el amor de Dios, TODOS usamos el Messenger. Y digo, todos. Las quedadas, el teléfono...
Una breve demostración de lo que sentían los demás hacia mí y muy bien traída al caso. Pero ya hacía mucho tiempo que no trataba de engañar a nadie, eran los demás los que se engañaban suponiendo que yo era la imagen que querían de mí y no la que realmente era.
Debo (y además quiero) hacer una mención especial a todas esas personas que en alguna ocasión dedicaron un minuto de su vida para interesarse por la mía. Frases como: "No eres más que una ladilla"; "lo que quieres es vivir del cuento"; "solo eres una vaga"; "no creo que encuentres a nadie que soporte tus neuras"; "deja de vivir de tus padres y ponte a trabajar"; "ya aburres mucho siempre con la misma historia"; "eso todo te lo has provocado tú sola"; "lo único que pasa es que no te esfuerzas por nada" o incluso el mitiquísmo "eso saliendo se te quita", no son apenas nada con lo que podría llegar a escribir aquí. Lo único que os puedo desear desde mi humilde persona es un puntito más de comprensión y uno menos (¡o un par, que la vida son dos días!) a la hora de prejuzgar a alguien. No provocará milagros, pero seguro que así lograréis tener una personalidad algo más equilibrada.
A día de hoy el diagnóstico es un Síndrome de Asperger (S.A., Aspie, la discapacidad o síndrome invisible, TEA (Trastorno del Espectro Autista), autismo de alto funcionamiento, autismo leve, etiqueta...) y depresión, aunque para mí este último, pobre, ha sido totalmente restado de importancia al corroborar el otro primero. Ahora, ¡por fin!, dejé de tratar de entender a la gente, para intentar empezar a entenderme a mí misma. Ahora siento que soy yo quien siente que los demás son los diferentes. Y entiendo muchas cosas. Y muchas otras no. Básicamente porque en realidad nada a cambiado.
Para mis padres (y mi familia) seré la misma que fui siempre. Quien me aceptó como era desde el principio, sólo tendrá de más el nombre de la etiqueta. De quien no me aguantaba antes, no espero ahora un trato de favor, sigo siendo aquella misma persona.
Y para el resto, esto tan sólo es un prólogo sobre quien siempre fui y nunca antes conté.
Nunca vas a saber cuándo vas a experimentar por primera vez la confusión que provoca ese click que lo cambiará todo. Creo que yo era demasiado pequeña y no lo supe ni sobrellevar ni detectar. Tampoco culpo a la gente de mi alrededor de que no lo hicieran, como ya aseguré antes, la mente a veces no es capaz de darnos las pistas necesarias para encontrar al culpable. Nada. Invisible.
Faltaron años, tanto temporales como propios, y yo seguía pensando que crear una personalidad era caja repleta con las copias y recolecciones de lo que eran los demás, formando al fin lo que eras tú. Es casi como cocinar, los ingredientes base equivalen a lo heredado por tu padre y por tu madre y luego tú añadías el resto hasta formar la receta que te guste. O... La que gustase a los demás. Porque eso también era clave. La receta, yo misma (mejor hablemos así para no perdernos) era una personalidad creada al gusto de otras personas.
Antes de mi diagnóstico, yo solía ser una colección de otras personas. Una ACTRIZ. Ahora estoy descubriendo quién soy en realidad. Ha sido un viaje, pero lo he logrado. Tina Richardson.
He crecido (y aún lo hago) en una familia con unas normas muy básicas, pero estrictas (y ahora aseguraría también que, sobretodo obtusas) sobre lo que está bien y está mal. De los cero a los dieciséis años, tus obligaciones son únicamente dos: estudiar y hacer caso a tus padres. Afortunadamente lo primero siempre se me dio bien. En mi vida, y no estoy demasiado orgullosa de ello, he estudiado. Nunca. Me bastaba simplemente con ir a clase y escuchar la explicación una sola vez en clase. Pongamos un ejemplo práctico en, por ejemplo, el mundo de las matemáticas. Cuando te enseñan a sumar dos más dos, también te enseñan a sumar tres más uno o cuatro más dos; pero para mí era suficiente con extrapolar la primera lección, el dos más dos, a todo lo demás. La dificultad iba subiendo curso tan curso, pero realmente ya digo, nunca me he puesto delante de un libro a aprenderme una lección de memoria o a ensuciar un papel de mina y goma hasta que por fin salía el resultado del problema. Era sencillo y con mis buenas notas, a mis padres les tenía cubiertos en ese aspecto.
Por otra parte, el hacer caso a mis padres simplemente salía solo. Eran mayores y los mayores tenía la razón, punto, eso no se rebate. Sabías que si decías una palabrota, te podías ganar un cachete o, como mínimo, un enfado de tus familiares, por lo tanto, no lo decías. Aunque no fueras demasiado inteligente, también podías deducir que si tu idea era darle un puñetazo a una tele, una patada al frigorífico o romper tus gafas (esas que antiguamente es cierto, eran realmente caras), te ibas a ganar un castigo y, por tanto, no lo hacías. Y la verdad, tampoco costaba tanto cumplir con estas directrices. Si sumamos a todo esto que tus padres siempre tenían una respuesta a tus dudas existenciales (como por ejemplo por qué llueve, por qué no puedes tener una bici o problemas infantiles de este calibre), tus padres sencillamente eran pseudo dioses.
Pero la vida nunca deja de darte años. Y tampoco problemas. Y cuando atisbé mis primeros problemas que creía serios, no encontré una respuesta por parte de nadie, ni siquiera de mí misma. No entendía por qué era obligatorio hacer amigos, relacionarme y no ser tímida, cuando yo estaba mejor dibujando y no montando un guión de falsa actriz. No entendía por qué había que ir al colegio, si me sentía mal y me aburría. No entendía porque esa necesidad de conservar a unas amigas con las que hacía mucho tiempo que no me sentía identificada y con las que ni siquiera salía. Amigas que compartían amigas cuyas ideas propias quizá de la edad, te animaban a emprender situaciones tan curiosas como robar una pinza del pelo por diversión o fumar porros porque hay que experimentar. Y yo experimenté la negación. El no quiero. Pero no era una moda, ni era una edad, era una personalidad que, 16 años después sigue ahí. De hecho hoy en día aún sigo sin entender muchas cosas que quizá para los demás son de lo más lógicas. Y a pesar de haber dicho no desde un principio a lo que creía que me podía perjudicar, la decisión no fue aceptada por nadie. Esas amigas desaparecieron aún más de lo que ya estaban hasta ese momento y esa misma nube llegó a la vida familiar, desde antes de mi nacimiento, ya desestructurada. A medida que las normas crecían, la ansiedad hacía su equivalencia. Hay que salir, hay que ir al cine, hay que tener novio, hay que hacer una carrera (ya no bastaba estudiar), hay que conducir, hay que charlar, hay que reír... Siempre. Aunque también sea por obligación. Los demás lo hacen. Ante el qué dirán, la respuesta de muchos es la imposición...
Y del shock emocional, pasamos también al físico. Shock anafiláctico, crónica de un susto anunciado. La fresas, los kiwis y los melocotones me provocan urticaria, la sandía y el melón me hinchan la garganta... Yo creo que soy alérgica. De hecho estoy convencida de que soy alérgica.
Lo que te pasa es que quieres llamar la atención y ser igual que tu madre, pero no tienes alergia a nada. A ti no te pasa nada.
Disculpad mi ignorancia, pero hasta aquel momento mi básica mente pensaba que querer ser como otra persona venía a implicar el recolectar cosas buenas. Ya digo, yo también fui siempre una colección de "cosas" y personalidades. Era experta, creo que más o menos sabía elegir.
Casi me muero, pero ese fue uno de los clicks que hizo que por primera vez alguien se diese cuenta de que había dejado de ser una niña y de que quizá esa niña podía empezar a razonar con algo de conocimiento. Por encima de una alergóloga que nunca creyó mi alergia (vamos a decir mejor que no tenía conocimientos suficientes para abarcarla de la forma correcta) mi madre lo vio. Y aunque el apoyo creció, quizá porque por fin un síntoma físico de alguna de las evidencias había aparecido, a partir de ese momento noté que, el auto diagnóstico estaba feo, y no por falta de razón, sino de nuevo por el qué dirán.
La vida seguía y todos seguíamos montados en ella. El cambio de estilo de vida, la música, los amigos de la nueva era (internet) se empezaban a establecer en ella. Y volví a advertir que la mejor versión de ti es la que quieren los demás que seas y que no está bien salirse de las normas establecidas. Todos nos hacemos fotos. Muchas fotos. Fotos diarias. Las colgamos en internet. Por el amor de Dios, TODOS usamos el Messenger. Y digo, todos. Las quedadas, el teléfono...
You bored me, with your stories...
Una breve demostración de lo que sentían los demás hacia mí y muy bien traída al caso. Pero ya hacía mucho tiempo que no trataba de engañar a nadie, eran los demás los que se engañaban suponiendo que yo era la imagen que querían de mí y no la que realmente era.
Tú antes no eras así... (Ahora me recuerda a una versión mainstream del mítico "tú antes molabas").
Debo (y además quiero) hacer una mención especial a todas esas personas que en alguna ocasión dedicaron un minuto de su vida para interesarse por la mía. Frases como: "No eres más que una ladilla"; "lo que quieres es vivir del cuento"; "solo eres una vaga"; "no creo que encuentres a nadie que soporte tus neuras"; "deja de vivir de tus padres y ponte a trabajar"; "ya aburres mucho siempre con la misma historia"; "eso todo te lo has provocado tú sola"; "lo único que pasa es que no te esfuerzas por nada" o incluso el mitiquísmo "eso saliendo se te quita", no son apenas nada con lo que podría llegar a escribir aquí. Lo único que os puedo desear desde mi humilde persona es un puntito más de comprensión y uno menos (¡o un par, que la vida son dos días!) a la hora de prejuzgar a alguien. No provocará milagros, pero seguro que así lograréis tener una personalidad algo más equilibrada.
A día de hoy el diagnóstico es un Síndrome de Asperger (S.A., Aspie, la discapacidad o síndrome invisible, TEA (Trastorno del Espectro Autista), autismo de alto funcionamiento, autismo leve, etiqueta...) y depresión, aunque para mí este último, pobre, ha sido totalmente restado de importancia al corroborar el otro primero. Ahora, ¡por fin!, dejé de tratar de entender a la gente, para intentar empezar a entenderme a mí misma. Ahora siento que soy yo quien siente que los demás son los diferentes. Y entiendo muchas cosas. Y muchas otras no. Básicamente porque en realidad nada a cambiado.
Para mis padres (y mi familia) seré la misma que fui siempre. Quien me aceptó como era desde el principio, sólo tendrá de más el nombre de la etiqueta. De quien no me aguantaba antes, no espero ahora un trato de favor, sigo siendo aquella misma persona.
Y para el resto, esto tan sólo es un prólogo sobre quien siempre fui y nunca antes conté.
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